En los 80, las franquicias eran una novedad y los restaurantes de comida rápida se habían constituido en una moda.
Antes de que nos repitieran constantemente que nuestra comida es maravillosa y la gente hiciera cola de tres horas para comer unos chicharrones en Mistura, la comida rápida tuvo su reinado y transformó hábitos, estilos de vida y barrios completos.
Todo empezó en la década de los 80. Por unos instantes regresemos a una tarde cualquiera de aquellos años, con sus torres derrumbadas, sus apagones, sus toques de queda y su inflación galopante. En aquel entonces San Isidro y Miraflores eran como La Molina de hoy, con casonas acompañadas de decorativos parques vacíos. Uno que otro niño patinaba acompañado de la respectiva nana y, cómo no, el guardaespaldas. Hacia las esquinas, cerca del ‘chino’, alguna pandilla de adolescentes en moto reía llena de humos prohibidos. Y muchos autos corriendo para evitar quedarse en las calles antes del toque de queda. Y nada más. Casi no había restaurantes, cines o centros comerciales más allá de la Av. Larco y Camino Real. Erasmo Wong apenas estaba despegando. Y si uno quería un buen anticucho o cebiche, tenía que salir hacia Lince o Barranco.
Las hamburguesas, pollos a la brasa y pizzas existían, pero no se podía llegar hasta ellas ni en bici ni en patines. Hacía falta el transporte del padre y presupuestos mayores para llegar hasta la Calle de las Pizzas, el Tip Top o El Pollón. Al único sitio del barrio al cual podíamos llegar los niños era a la panadería Rovegno, La Bomboniere o donde nuestro héroe, el pollo frito de KFC.
Era nuestro héroe por varias razones, pero la principal es que estaba con nosotros cuando nadie más lo hacía. Eran el único negocio estadounidense que operaba ahí desde 1981 bajo el modelo de franquicia y nos ofrecía saborear productos importados. Además, a diferencia de Pizza Hut (1983), tenía más locales y precios más asequibles.
La razón por la que no había más franquicias que estas dos del grupo Delosi era, nos explica hoy Luis Kiser, deFront & Consulting, bastante simple: el terrorismo los tenía espantados. Yo en aquel entonces no leía periódicos ni veía noticieros, así que no me enteré de la bomba que pusieron en un local de Pizza Hut en Miraflores y de cómo este incidente los dejó exentos de cumplir el contrato que los obligaba a seguir inaugurando dos o tres locales cada año. Lo que sí sabía era que el miedo se convirtió en el común denominador y no había forma de que a una le dieran permiso de ir más allá de un par de manzanas sin un séquito de adultos de compañía.
LA CASA DE LAS BRUJAS
En mi barrio, como en cualquier lugar con niños, los miedos se aterrizaban en fantasmas, brujas, el Tío Cosa, Frankenstein y demás seres del reino de las tinieblas. Los terroristas eran, por supuesto, parte de ese imaginario infantil y residían todos juntos, según nosotros, en el segundo piso de la casa embrujada desde donde hacían sus macabras bombas. Sabíamos, sí, que esa casa era de un italiano que se fue a vivir con sus hijos a Estados Unidos porque le tenía tanto miedo como nosotros a los terroristas. En realidad, la casa estaba vacía, le habían robado hasta las losetas, no tenía comprador a la vista y nadie, en su sano juicio, se animaba a cruzar la puerta.
Tuvo que acabar la década, dictarse una ley para atraer a las inversiones privadas y capturar al temible Abimael Guzmán para que pudiéramos, vía patines, comer algo más que pollo frito. Los archivos periodísticos de El Comercio nos cuentan que ya para 1993 había cerca de cien pizzerías en Lima gracias a distintas franquicias existentes y ya había arribado a Miraflores el gigante McDonalds, sin embargo nuestro barrio realmente se transformó cuando la casa embrujada de la avenida Prescott se convirtió en un lindo local de toque rústico que servía buenas pizzas.
El statu quo del barrio cambió por completo. Largas colas de autos estacionados en la puerta de la pizzería La Romana hicieron que los dueños del local de Pizza Hut en Miraflores se preocuparan, porque les dejó de venir un grupo importante de comensales de San Isidro, mientras que los vecinos se dieron cuenta de que era un buen negocio poner un restaurante cerca, por la cantidad de gente circulando. A pocas casas, una excelente cocinera decidió ofrecer comida criolla y en la cuadra contigua se montó, con grandes pompas, el restaurante Royal.
Poco tiempo después, para cuando los patines habían sido relegados al rincón y el chisme era saber quién más había vendido su propiedad al dueño de alguna otra franquicia, una trágica noticia nos recordó nuestras tenebrosas teorías infantiles: el dueño de la pizzería, que despertó el comercio de la zona, su esposa e hijas murieron en un trágico accidente aéreo cuando viajaban hacia Arequipa. Sin descendientes vivos, el negocio pasó a manos de sus hermanos, quienes compraron la casa de enfrente a un valor más alto del promedio para evitar que fuera vendida a Pizza Hut, que ya había hecho una oferta sobre la propiedad, y montaron una cebichería.
Hoy Prescott está lleno de restaurantes de todos los estilos, uno al lado del otro así no sean franquicias, y casi no hay espacio libre. Sin embargo, para mí, siempre será la ruta, vía patines, en busca de risas, cuentos macabros, caramelos y pollo frito. Fuente El Comercio